jueves, 23 de febrero de 2017

A Yannis Ritsos y a Cavafis y a todos los griegos que nos enseñaron las palabras desde Homero, desde Horatius hasta los que sufrieron los tanques del setenta. A los Ingleses escritores de la Ética. A los franceses de la vanguardia que murieron por alcanzar un lugar en el Panteón de las frases. A Ernesto Cardenal a Roque Dalton, a Martí y a los Guillén. A todos los centroamericanos que fueron perseguidos y alcanzados por el odio, la muerte, la censura, pero nunca por el olvido. A Rodolfo Walsh, a Paco Urondo y especialmente a Juan Gelman y a todos los argentinos que perdieron la sangre propia, la de sus hijos, yernos, nueras, nietos, por el silencio permanente o el exilio. Culpa de los prohibidores de la vida, los que nunca pudieron silenciar sus manos decidoras. A los que buscaron hasta en el suicidio la metáfora última y terrible de lo que no se comprende. A la Pizarnik y sus verbos parabólicos que nos seguirán trazando, tal vez mañana. A los Tuñón, Borges, Molinari, Cortazar, Giannusi y sus perros de la tarde, a tantos otros archivadores de letras en estantes metálicos, de madera, de aire, de agua. A Irma Cuña y sus sonetos neuquinos. A los escritores de mi barrio por sus intrépidos sueños de viernes y de bares. A Horacio Fernández corregidor de acentos no tildados y su ojo crítico de amigo.

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